A Weltz le gustaba mucho la música. Le encantaba sentarse en su sillón preferido, ponerse los auriculares y dejarse llevar por las notas que emitía su equipo de sonido.
Un día, paseando por las calles de su ciudad, se quedó hipnotizado escuchando una melodía que sonaba desde el ventanal de una casa. No tardó en averiguar de quién era y en adquirirla. Le gustó tanto que optó por no escucharla para no “quemarla”. No quiero desgastar la canción –decía– y siempre aplazaba el momento de hacerlo.
Pasaron horas, días, meses, años… y nunca veía el momento adecuado.
Weltz murió de viejo y nunca la volvió a escuchar.
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